lunes, 22 de agosto de 2016

Feliz cumpleaños, abuelo

...Ya he preparado la maleta. Me desenredo el pelo, recién lavado, y miro el reloj: aún faltan al menos treinta minutos para que vuelva mamá, y yo pueda darle un beso antes de conducir otros doscientos kilómetros, otro domingo. Pero este fin de semana estás en casa, Curro. Yo me iba a ir a la playa, ¿sabes?; celebrábamos la despedida de soltera de mi mejor amiga, pero en el pecho sentía que era otra despedida a la que iba a tener que enfrentarme más pronto que tarde.
Así que coloqué la butaca blanca de mimbre, y fui a por ti. “Vamos a la terraza, abuelo, que ya hace fresquito”.
Serían las nueve de la noche. Terminaba de brillar el sol, aún alto. Cientos de pajarillos apuraban el vuelo antes de dormir, surcando veloces el cielo. Sonaba el verano, y tú hacías rebotar el bastón contra el suelo, y le cantabas a Reina, que, distraída y aliviada por el fresco de la inminente oscuridad, no te hacía ni caso. A pesar de tu voz amortiguada, no te cansabas de recitar poemas y coplillas que nunca supe si en realidad salían de “tu chimenea” o eran memorias de los años de trabajo de sol a sol en el campo. Qué singular espectáculo. Decidí quedarme esa noche en casa y te di un beso de buenas noches; ya madrugaría el lunes.

Era junio. Hoy se apura agosto y ya no estás. Hoy cumplirías ochenta y nueve años.
“Tasi, tasi”, como dice Bruno con su lengua de trapo. Casi aguantas, abuelo. Casi estaríamos hoy en el patio, o en el huerto, soplando muchísimas velas y apagándolas entre jaleo y risas.
Y sin embargo hoy no tengo motivos para conducir hasta casa. Hoy no puedo llamarte y escucharte decir, al descolgar, “¡Hola, Curra!”, con ese sonido alegre que era tu voz al otro lado. Hoy desearía no haber sentido esa pizca de sal rodando mejilla abajo mientras anoche miraba tus últimas fotos.
Hoy he vuelto a lo frenético de mis días, aunque a medio gas, en esta ciudad vacía, y sin apenas darme cuenta hace casi un mes que te has marchado, despacito y sin ruido, rodeado de paz. Le resto espacio a la tristeza: a pesar de todo, hoy es un buen día. “Para que haya días buenos, tiene que haber días malos”, me decías.
Qué sencillo y qué cierto, abuelo.



…No recordaba una verdadera primavera en años. Pasábamos de los diez a los treinta grados, sin lluvia, sin tregua; y sin embargo, esta vez, llovía de forma intermitente ahí fuera. Era viernes y yo cogía el busca en mi primera guardia de Niños. A una distancia prudencial, leían mal una placa de tórax. Después vendría la pena, el diagnóstico correcto y tardío, y supimos que ibas a marcharte, más pronto que tarde. Aquel viernes me amparé en la oscuridad del salón y en tus ojos desgastados para sentarme a tu vera y desaguarme sin ruido y de medio lado, mientras tú veías los toros. Jugando con la escueta ventaja temporal de un pronóstico infausto quise ordenar palabras para despedirte con honores, pero nunca te harían justicia. Tuve que contarle al aire cuánto más hubiera querido escucharte. 
Ahora que estoy aquí, a unos días de tus últimas horas, ahora que no me queda más tú que tus recuerdos, todo lo que pueda escribirte es poco y está hueco.

Debes saber que hasta el Mini te echa de menos en el asiento de copiloto y últimamente se pasa la vida en el taller. Yo creo que mi coche tampoco se olvida de aquellos domingos yéndote a buscar para comer en casa. De esa tarde de abril en que recortábamos curvas y volábamos sobre los charcos que eran restos del invierno más lluvioso que he vivido. Luego compramos aquellas magdalenas tan gordas que disfrutarías al desayunar y de las que seguiste acordándote tantos años después. Al recuerdo de esa tarde me agarré mientras cogía tu mano cuando ya marchabas, y pude hasta reír.

Me llevo tanto de ti que aquí no cabe. Tu risa, y tu buen humor. En los últimos años sólo te recuerdo diciendo con genio “¡Joder!” cuando te llamaba por teléfono y no acertabas a bajar el volumen de la tele, y cuando te molestaban las gafas nasales en los últimos días. Tú y tu bastón en la puerta de la calle esperando nuestra visita. Tu sombrero. Lo terco que podías llegar a ser, también. Eso, abuelo, lo hemos heredado un poco todos (pero Miguelete se lleva la palma). Guardo en mi estuche esa pequeña figura fluorescente, ¡tan fea, Curro!, que me trajiste de Lourdes para que me trajese suerte el verano del MIR. Tus ganas de cantar, siempre, también me las quedo. Cuando bailábamos en la boda de Laura. Cuánto disfrutaste. Tu poesía sin letras que yo guardaré en mi prosa. Las tardes de verano, cuando éramos pequeños, y ese aroma cuando volvías del cortijo cargado de tomates recién arrancados, aún calientes por el sol de agosto, que plantabas por cientos. Tus manos grandes y fuertes, tan morenas, que se deshacían de la dureza del día bajo el agua entibiada con mimo en aquella palangana de peltre.

No sé cuándo he crecido, abuelo, pero quisiera empequeñecer y retrasar la vida para volver a sentarme sobre tus rodillas. Quisiera no olvidarte nunca.

Prométeme que desde ahí arriba no vas a dejar que eso ocurra. 
Y quédate tranquilo, que aquí, en los días malos, tendré la certeza de que llegarán los buenos, y me sacudiré las chuscas. Tú ya me entiendes.

Gracias por quedarte a mi lado casi veintisiete años, abuelo.

Feliz cumpleaños.







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